Es como si la ciudad despertara de un caluroso letargo para efervescer con la ayuda de miles de personitas.
Mrs. Cat contribuye a este extraordinario suceso que acontece una vez cada septiembre. Hoy ha vuelto a pisotear por el barrio. El barrio que tantos recuerdos le trae.
Esa es la panadería de siempre, con el característico olor a matalahúva y a azúcar requemada. Las cafeterías emiten multitud de ruidos, en especial la de en frente de la lencería: las risotadas de la camarera, el bullir de las cafeteras, el chocar de las cucharillas, el silencioso vaivén de los camareros vestidos de negro.
La verdulería sigue ofreciendo el abanico de tonos chillones y vistosos. El camión sigue aparcado en frente del “Todo a Cien” de los chinos y el mismo muchacho rapado pasea un remolque de cajas cargadas y vacías de un lado a otro de la curva de la acera. Siempre mira a los ojos a Mrs. Cat cuando la ve pasar. Ella cree que es su forma de dar los buenos días.
Saliendo del barrio y tomando el mismo camino de siempre, ve al mismo ciclista acompañado por el mismo perro en la puerta de la misma bollería, comprando algo para desayunar que envolverá en una bolsita de papel y que se llevará más allá de la parada de autobús.
Los médicos y enfermeros del Hospital Clínico conforman un ir y venir de batas blancas, olor fuerte a perfume y tintineo de estetoscopios contra algún bolígrafo en el bolsillo.
Así van sucediendo un episodio tras otro.
Todo con la misma movida rutina de las mañanas temprano. Todo en el mismo sitio donde Mrs. Cat lo había dejado todo antes de partir.
Una vez arriba también la esperaba la misma gente. Las mismas anécdotas, aunque distintas, siempre sonaban familiares de las bocas de aquellas personas. Los mismos saludos…
La misma mano que intentó posarse sobre el hombro...
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